La blancura de la noche

A las cuatro de la mañana son pocos los que conducen por la calle, menos los que transitan por el Paseo de la Reforma. Los pocos que caminan por las calles tienen miedo de los coches que rebasan el límite de velocidad, no sabes cuál de ellos se saldrá del camino para arrollarte, o simplemente quien se ocupara de mirarte minuciosamente. 

Yo conducía al centro de los tres carriles, a unos veinte kilómetros por hora. Tan lento como para que todos me rebasaran. Esa madrugada, no pasaba un solo carro. No pasaba más gente. No pasaba nada. Tan despierto como mi insomnio, me sentía con tanta energía como para bajarme y seguir caminando o corriendo o brincando de árbol en árbol. Me mantenía despacio. Repentinamente apareció junto a mi una camioneta, no circulaba más rápido, ni más lento, circulaba a la misma velocidad. Emparejados, empecé a ralentizar hasta quedarme completamente detenido. No miré directamente al otro auto hasta que noté que se había detenido también sobre el carril de mi izquierda. 

Antes de voltear la mirada a la derecha, ya sentía una mirada, eran los ojos muy grandes de un copiloto que no me miraba más que a mi. Pacientemente detuve la mirada en sus grandes ojos y su rostro completamente blanco. Así permanecimos unos segundos, detenidos sobre Paseo de la Reforma, a unos trescientos metros de la Fuente de petróleos. No tenía expresión, quizás estaba o quizás no. Pero me miraba. No creo haber hecho un solo gesto, ni de miedo, ni de apatía. Me encogí de hombros, y volví la mirada al camino, empecé a acelerar hasta regresar mis veinte kilómetros por hora. El otro vehículo avanzó también, nunca supe si lo conducía alguien, pero su copiloto, el ser de grandes ojos negros y rostro blanco no dejó de mirarme nunca. Nunca.

Seguí conduciendo y el otro auto seguía junto a mi. Junto a mi. Pasé junto al museo de Antropología y empecé a apreciar la compañía. Llegué a la Diana Cazadora y empecé a dejarle su espacio en las glorietas para no incomodarle. Sentí una especie de seguridad, la misma de dos autos que conducen a la misma velocidad a la misma hora por el mismo camino. Me sentía más grande. Se puso la luz en rojo y volví la mirada al copiloto del otro auto. Sus ojos seguían fijos, entonces noté que no parpadeaba. Sus facciones parecían de piedra, piedra blanca de las faldas de Sierra Gorda, pero ahora les encontraba algo familiar. Se puso el verde y no regresé a los 20 kilómetros por hora, más bien seguí a unos quince o unos diez. Como si no quisiera que el tiempo pasara, como si no quisiera quedarme solo. Tomé el siguiente retorno y la compañía seguía conmigo. Pasaron las horas y no nos separamos. 

Salieron los primeros rayos de luz, y llegó el momento de regresar a casa. Se escondió el sol y me perdí entre millones de autos, millones de miradas que miran quien sabe a dónde, y la blancura del día fue tanta, absorbió esa cara pálida, que apenas unas horas antes me protegía.
  

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