La simple pregunta ya era muy seductora.
Caminé por una repleta de bares de lujo con mesas sobre la banqueta, todas las
mesas estaban llenas de personas que hablaban en voz más alta de la que usan
para dar los buenos días. Poderme convertir en cualquiera de todos ellos,
hombres y mujeres exitosos que podían tomar una cerveza de 120 pesos un martes
por la noche mientras conversaban con otros tan exitosos. O quizás no tanto.
Acepto que fingí que ninguno de ellos me interesaba, pero por momentos me vi en
sus relojes caros y demasiado grandes para sus muñecas flacuchas, vi sus
corbatas de estambre de diseñador, vi esas bolsas caras que pagaría con dos o
tres quincenas, mientras seguí caminando escuché voces de personas que no
necesitaban nada, o quizás lo necesitaban todo, pero en esas voces se sentía el
poder del que ya lo tiene. Dije que no, pero seguí buscando y buscando. Me
despedí del grupo y seguí caminando por la calle que a medida que se alejaba de
la zona de bares, se volvía más oscura y solitaria.
El vidrio de dos cervezas crujió, de
milagro no se rompieron los envases que acaban de estrellarse para sellar un
trato acompañado de un salú. Los miré y quise ser ellos. Eran dos tipos sin nada.
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