Sin tanto pensar


Son las 6:00pm de la tarde. Rodrigo comprueba el resultado de unas divisiones con la calculadora científica solar que le ganó a su hermano en una apuesta en la que el Necaxa venció al América. Cierra el cuaderno y se va a acostar a su recámara. Prende su televisión, terminan los Caballeros del Zodiaco, la apaga y sale de su recámara. Los altos robles de la avenida cercana resguardan a cientos de aves que ensordecen. Rodrigo no lo nota, tampoco nota el cielo entre morado y naranja del otoño, para él es normal el viento de los pueblos cercanos al volcán. Rodrigo no piensa que dentro de algunos años talarán esos árboles para construir un bulevar. Tampoco sabe que un día se mudará a la ciudad, desde donde no se ve tanto el cielo y jamás escuchará a tantos pájaros cantar al mismo tiempo. Jamás. Tanto así, que sin recordar exactamente esa misma tarde, la extrañará. Así de duro. Lo más terrible de extrañar, es no saber qué extrañamos. No saber si es el viento, las aves, los árboles, o la versión que fuimos. Se metió un billete de dos mil pesos a la bolsa y avisó que iría a la tienda. Caminó exactamente por en medio de la calle. Así camina la gente por aquí. En medio de la calle, las banquetas están ocupadas con arena, tabiques, troncos, coches descompuestos o por perros bravos a los que hay que aventarles de piedras. Rodrigo caminó hacia la tienda pensando en qué compraría y después decidió olvidarlo, decidiría al llegar a la mesa de los dulces. Se metió las manos a la bolsa y pensó en que la tarde no podía ser sólo eso. Pensó que el día no podía acabar con finalizar las labores, como la complicada y aburrida tarea, ir a la tienda a comprar un dulce para ver el Príncipe del Rap y dormir. Le pareció poco. Pero tampoco supo qué más. No supo qué tenía que pasar, ni qué tenía que hacer. Tampoco sabía si debería de buscarlo, pero una extraña confianza le hizo confiar en sí mismo. En que eso no sería todo. Pronto saldría de la primaria y entonces empezarían cosas más divertidas. Trató de visualizarse más grande, pero no lo logró. No supo cómo sería, ni dónde estaría, ni con quién, pero mantenía esa extraña confianza en algo mejor. Al fin, frente a la mesa de dulces, sin pensarlo mucho decidió tomar diez pistolitas de azúcar para gastar sólo mil pesos, y guardar los otros mil en esa lata de BoyLondon donde guardaba sus monedas. Así tendría que ser después, habría de tomar decisiones sobre la marcha, sin tanto problema, sin tanto pensar.

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