Creo que llovió

Manuel me interrumpió la lectura para que fuera con él al Cine Verdi, no pude continuar leyendo el libro donde David se preguntaba sobre el repugnante mundo que le habían heredado a los viejos, dejé el libro abierto sobre la mesa del Bar Diamante y fui con él. Eran las ocho en punto, unos niños jugaban en la patineta dando vueltas sobre la plaza, otros pateaban la pelota, y una paloma se dejó caer con todo su cuerpo hacia una de las esquinas de la plaza, justo hacia donde una señora reposaba en una de las bancas, centímetros antes de tocarla se detuvo para detenerse en la banca y quedarse ahí con ella. Lo cual era muy raro, porque las palomas de noche duermen y ya no se dejan ver, al menos que tengan mucha hambre o de plano estén haciendo tanto ruido que no las dejen dormir. Eso pasó con esa paloma que se detuvo a mirar cómo caía la noche ahí junto a la señora de cabellos blancos como un sorbo de leche. Manuel estaba impaciente, si la sala se empezaba a llenar tendríamos que tomar los asientos de adelante y desde ahí era muy incómodo estar las dos horas que duraría la película sobre una prostituta americana que se enamora de un ruso que promete sacarla de pobre, pero que sólo se divierte porque lo único que quiere es emborracharse y estar con ella y nada más. Llegamos a la fila para entrar a la función, y nada que entraban. Estábamos ahí formados, tapándonos del frío, porque cuando dejas de correr empiezas a sentir la humedad fría como cala los huesos entrando por la garganta, enfría las mejillas y pone rojas las orejas. Y mientras pensábamos si era la fila correcta, porque ya había pasado mucho tiempo, entonces sentí un aliento suave y cálido apenas a un lado de mi.  Era Mercedes, mi abuela que quiensabecomo salió de la nada, me tomó de la mano y me dijo vidita, y me apretó fuerte y me dijo que la agarrara más fuerte, y me llevó por la banqueta, y caminamos calles hacia arriba, y no me importaba dónde íbamos, porque sé que cuando camino con ella siempre estoy bien y siempre me lleva por donde debo ir, y sé que si ella llevaba a mi madre de la mano, a mi también sabrá donde llevarme y dejamos atrás la plaza del Diamante. Caminamos hasta que dejé de sentir los pies, hasta que dejé de sentir las manos por el frío, y sentí que ya no eran los pies los que me llevaban, sino un impulso el que me arrastraba a las calles empedradas de Barcelona y que me recordaban las calles de la Coyotera sin pavimentar. Ya no estaba de la mano de la Nena Madariaga. Ahora iba de la mano de Don Pedro, será por eso que sentía la mano más apretada, y escuchaba unos zapatos que se arrastraban, y sobre el piso miraba la sombra de su sombrero, porque Don Pedro usa sombrero, no porque sea calvo, sino porque los sombreros son de señores. Dos o tres veces había soñado con mi abuelo y despertaba siempre con un lindo sabor de boca, y contento y seguro de que me había venido a visitar. Pero en ese momento era tan real, que más que visitar, íbamos los dos caminando muy juntos, yo orgulloso por ser el consentido de los nietos, y el único que invitaba a comer a su casa. Nos detuvimos en el centro del quiosco. En España no hay quioscos, entonces definitivamente de tanto que caminamos llegamos a un rincón de mi pueblo. Miré a l güero llevando la leche, apenas con unos 11 años, con la cabeza bien pelona, con el sol dándole en la cara y cerrando los ojos levantando los cachetes para protegerse la mirada, después de eso, miró nomás pal suelo. Y así siguió. Reconocí su sombra, era la mía también. Era él, él era yo. No sé en qué momento. Y sentí que los años me cayeron encima, y ya no estaba ni el güero, ni Don Pedro, ni la Nena Madariaga, y me salió una bola de nada del tamaño de un garbanzo, me salió de la garganta y se perdió en el aire. Tosí como si me estuviera muriendo, ahí se me un cayó un cacho de vida de todo lo que había callado y no supe ni cómo ni cuándo, pero que dejé de decir. Regresé al Cine Verdi que se mantenía completamente vacío. Ya no había fila. Entonces salió Manuel, ya había terminado la función y pensó que yo también iba saliendo junto con él y que no vio en qué momento me metí también. Y que si me gustó y que si la prostituta era cenicienta, y que si las palomitas. Le dije que sí a todo. Nos perdimos en la noche pisando charcos, porque mientras estuve camine que camine, creo que llovió.



Comentarios