Bocanadas de tierra

—Ándale, Mar, no te pares que te están esperando —se dijo, así, en voz alta para escucharse más fuerte.

Así consiguió un nuevo aire que le mantuvo un buen rato sobre el lomo de la montaña que se quedaba calva, como si se despojara ella misma de brillo. Aunque en realidad eran los pasos de las botas de Mar cada que subían y bajaban. Primero recio como queriendo encajarse, después lento cuando ya iba medio desinflada en los regresos. 

A los costados del camino aparecían manchones de hierba, más abajo melenas de árboles, pelajes de hojas y rocas grandes como ronchas punzantes que le salían a la montaña. Con el nuevo brío, Mar levantó los pies, y ya sin arrastrarlos tanto miró a lo lejos y hacia abajo: una nueva grieta. Un gusano verde quedó al borde, giró sobre su propio cuerpo y sin esfuerzo tomó el filo como camino.

Hacía muchos años, ella misma había visitado junto con su padre una de las primeras grietas que se abrieron entre las montañas y que les dejaban al descubierto su corazón punzante. Ella, Mar, tenía miedo de asomarse, le daba pena verle las entrañas a la tierra, y más temor le provocó que, de la furia, la tierra le jalara las patas mediante una de las ramas sueltas que se formaban dentro y que se asomaban como dedos largos queriendo arañar el cielo. Por eso no se asomó. Algunos adultos echaron sogas hacia dentro cuando miraron un fondo brilloso que les hablaba de a gritos. Solo fueron pedazos de cobre que usaron después para reforzar las hornillas. Entonces las grietas dejaron de ser solo grietas y se convirtieron en misteriosos regalos que la tierra les hacía. Delicadas amapolas de suelo rocoso que abrían ante la insistencia del temible sol de cada mañana. Regalos, al fin. 

Con la manga de su camisa de franela a cuadros, se limpió el sudor de su frente. Una gota cayó despacio y se quedó como burbuja sobre la superficie, después se disolvió sin dejar marca. Mar apretó el paso cuando escuchó un relámpago caer detrás de la montaña. Súbitamente, sintió estar dentro de un gran frasco transparente que se caía y que la arrastraba. Se sacudió hasta estrellarse sobre un vidrio inexistente con que topaba su cabeza. El temblor la sentó sobre el piso. Se encendió el cielo morado hasta quedar en un azul más clarito. Una grieta se le abrió ahí, debajo de sus pies dejando una resistente maraña de raíces que no podían ser una escalera más cómoda y segura. 

¡Ven! Siguió un paso después del otro. Uno cada vez más debajo que el anterior. La piel se le hizo dura y granulada. Las raíces no eran de varios árboles, sino una misma tela de finos tejidos que acariciaron su piel. La cubría una manta de fibras que le apretaron el pecho hasta hacerle levantar suavemente los brazos. Los labios apretados de la tierra se volvieron carnosos y húmedos.

Los huecos de sus narices regalaron su espacio a la tierra mojada, que tomó amablemente todo lo que se le cedía. Hubo un intento, más bien innato, de llevarse una bocanada que se nutrió de delicioso barro con el que se hizo uno. La tierra se mantuvo apretada e infinita. La estaban esperando, ahí, en los adentros. 

—Ándale, Mar —se escuchó en forma de vibraciones roncas.

Una nube blanca pareció salir de la grieta y se perdió entre el resto de las montañas. Un verdor se apoderó pronto de la superficie como si fueran las greñas de un gigante que crece inevitable. 


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