Escupí el hueso de mandarina sobre la tierra de una maceta que albergaba una moribunda planta que no duró más de una semana de pie. Con la esperanza de que no se secara y después, de que reviviera, le seguí echando agua. Salió pronto una hierva extraña, pequeña pero firme. Pronto descubrí que era un pequeño mandarino. Le pude llamar pandemio por haber crecido en tan terrible época, pero preferí llamarlo limón. Sí, aunque fuera un mandarino.
No ha tenido una vida fácil. Ya tiene cuatro años y no logra despegar. Pero viene con fuerza. Todos los días lo cuidaba, lo puse junto a mi cama, para verlo, para cuidarlo, para olerlo si era necesario, para tomarle fotos, para quererlo mucho.
Un día supe que me iría. Supe que era el fin. Pero le seguí echando agua. Pero lo seguí cuidando. Sabía que al otro día nadie lo iba a cuidar. Sabía que seguramente moriría detrás de mi. Pero no quise matarlo yo. Quise darle de beber cada día mientras estuviera vivo. Tampoco quiero que sea eterno, que mi mandarino viva lo que tenga que vivir.
Me estaba despidiendo cuando un desconocido pidió mi Mandarino. No había pensado que era posible extender su vida. No pensé que podría crecer más. No imaginé que un día alguien podría comer una agridulce mandarina en invierno que no fuera yo, y me emocionó. Me emocionó dejar este mundo con un bebé mandarino. No ambiciono dejar algo en este mundo. Sonreí porque imaginé mi mandarino grande. Vivo. Y seguí caminando.
Buenas noches. Adiós, Mandarino.
Comentarios
Publicar un comentario