Mito de origen

Pensé firmemente que mi mito de origen fue cuando la maestra Martha Carmona de León me puso a leer en clase del quinto grado de primaria El Principito, pero principalmente cuando me pidió de tarea hacer un diario duranto todos los días de la semana. Cuando me senté y me di cuenta de que no tenía nada extraordinario qué contar decidí empezar a inventar sucesos inexistentes que consideré podrían poner un poco de picor a la tarea con miras a convertirse en una conversación en clase. Solo recuerdo un par, haber caído de la bicicleta con un par de Jarritos de piña cuando los envases eran de vidrio y su tamaño familiar era apenas de un litro, también recuerdo el pasaje en la que El Nene, señor de la tortillería, me devolvía mal el cambio y después de un regaño de mi mamá debía volver lleno de pena a exigir que me devolviera bien las monedas, cuando él mismo me hizo la suma del cambio entregándomelas sobre la mano y diciendo ochocientos, novecientos y mil ¿Está bien, verdad? Escribir implicaba conflictos y me gustaba pensar en ellos, aunque mi infancia de niño de quinto de primaria fuera siempre pacífica y hasta por momentos dulce en un pueblo todavía verde a las afueras de la Ciudad de México a la que íbamos de niños cada domingo para ver una película en los todavía grandes cines de la Ciudad que mantenían permanencia voluntaria e intermedios para comer palomitas y chocolates tablerone. Pero no pudo haber sido tan sencillo. 

Me hubiera gustado que fuera una herencia familiar en la que toda la familia ponía en mi la responsabilidad y -especialmente- los recursos para ser escritor. Pero no fue así. Ixtapaluca estaba hecha para trabajar en el campo, en las viejas fábricas de telas y de papel, o con un poco de suerte en los corporativos de la Ciudad de México a dos horas, cualquier otra forma de vida era un error. Entre ellas el arte. Principalmente el arte. Sobre todo escribir. Tampoco fue por un talento que abrasara cada papel donde ponía partes de mi. Siempre me costó trabajo, siempre con muchas faltas de ortografía en las tareas de Secundaria y Preparatoria, siempre poco claro, siempre confuso. Escribir para mi es un terrible error. 

Un día soñé que me veía a mi mismo, estaba desnudo alguien habría la puerta de mi recámara y me daba mucho pudor que me vieran. Esos mismos días descubrí un cuento de Borges en el que el Borges viejo se encontraba con el joven, tenían una discusión breve. Me marcó aunque no lo entendí del todo. Seguí escribiendo. Veinte años después, cuando traigo a mi esa lectura de antaño hago un viaje hacia mi infancia. Voy en forma de personaje a decirle a ese joven Rodrigo que debe escribir, que no debe dudar tanto, que debe atreverse. ¿Por qué yo? Porque nadie me lo dijo en el pasado. Todas las señales que busqué en las calles, en las personas, en los días me decían que hacerlo era un error. Nunca he sido más feliz que cuando escribo. Por eso regreso a pedirle a Rodrigo que lo haga. Mientras pueda. Y lo hago de la misma forma en que Borges se vio a sí mismo. 

No tuve maestros de escritura ni herencia prodigiosa. Ser escritor parecía desde cualquier ángulo de mi vida un tremendo error. Debí construir mi propio mito de origen de la forma más literal: me apersono con Rodrigo de 11 años para pedirle que no tenga miedo y escriba. Lo hago acompañado de Juan Rulfo para quitarme un poco de miedo y con los ojos de Borges en El otro, que coincide con un sueño de mi infancia que significó para mi un misterioso encuentro.






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