Con cautela, Alicia


La puerta estaba abierta de par en par, ya no pude pasarme de largo. No lo pensé mucho y me metí. El pasillo extendido con macetas viejas me invitó a investigar qué había al fondo, justo donde se miraba un muro de flores pintadas sobre azulejos. Pensé en lo fugaz de una flor que puede inmortalizarse parcialmente al pintarla sobre un muro. Escuché una mecedora. Con cautela me acerqué de a pasos pequeños y arrastrados. Me encontré con Alicia, quien me miraba desde hace rato. Era la mujer más espectacular que puedo recordar, sus manos eran eternamente suaves, no lo pensé mucho y le tomé la mano. Se acomodó los lentes de forma más adorable, más adorable fue notar que tenía los lentes sujetados por una agujeta. Me miró como si me conociera, estoy seguro que me guiñó, sentí que ella sabía ya todos mis secretos. Su mirada profunda, amable y tierna me quitaba cualquier miedo. No hubo necesidad de hablarle. Me apretó con sus manos huesudas, sus uñas largas y un poco frías. Me senté en una gran piedra que tenía a un lado, y que alguna vez sirvió para sostener una maceta con un geranio. La abracé con fuerza y sentí los huesitos de su espalda. Un día, había sido muy fuerte, ahora no, ahora tenía apenas la carne necesaria para cubrir sus huesos. Pero era cálida. Al abrazarla no sólo la sentí a ella. Sentí más. Sentí todas las manos que alguna vez había tomado. Al abrazarla, sentí todas las espaldas que alguna vez pude tocar. Su piel suave, era todas las pieles que una vez pude sentir. No sé dónde me metí. No sé quien es Alicia, pero es todas las persona que conozco al mismo tiempo. También es todas las personas que quiero conocer. No sé de quién es esta casa, ni porqué me metí. Vaya lección de vida. Asomarme sistemáticamente por todas las casas con el portón abierto, y en la primera a la que me meto recibo semejante bienvenida. Sabía que no me iría nunca más. Me quedaría con Alicia, al menos el tiempo que me quedara. 

Alguna vez también fui fuerte, un tiempo hasta fui gordo. Un día mi abuelo me dijo que me estaba poniendo ponchado y me dio una palmada en la panza. Alguna vez hice ejercicio y cargué muchos kilos, alguna vez nadé tanto que se me inflaron los brazos. Pero ya no. Ahora camino arrastrando los pies y me pierdo. Ahora me enfermo y no me paro diez días. Ahora me dejan en el sol y me quemo sin darme cuenta. El ardor ya no lo siento, me dicen que me puse todo rojo y que si me echan crema, y que si me ponen menjurjes. Tengo suerte cuando sé de mí.

Nunca fui atrevido. No era de los que le hablaban a desconocidas. Era más bien de los que se quedaban viendo los atardeceres y a lo mucho apretaba los labios cuando me encontraba la mirada de alguien más mientras caminaba por la calle. Pero no abordaba. Me abordaban. Me encontraban. Me elegían. Eso. Decían, mío, y eso pasaba. Era suyo. Tampoco era de los que decían que no. Pero nunca fui de los que dije -yo- primero. Pero sí era de los que me iba pensando en qué hubiera pasado si le hablaba, si le decía, si la besaba. Pero no la besaba. Muchas veces soñé con un beso que nunca existió. 

Entre todo eso, me encuentro a esta vieja hermosa que me ha flechado sólo con su mirada después de que me metí a su casa porque alguien dejó la puerta abierta. Ahora, aquí sentado en esta piedra agradezco haber dejado pasar tanto atardecer, si ello permitió que unas semanas antes de morir, conociera al amor de mi vida. Mientras no nos separe la muerte, te amaré por toda la vida, Alicia.






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