Retrato de Pandora

Era siempre ese viejo retrato en la cartera lo que le daba fuerza para levantarse. O casi siempre. Era una foto en blanco y negro, ella sonreía con unos ojos grandes que por la expresión de su rostro parecían más pequeños. Encerraban cierto misterio. Profundos. Amables. Felices. Y más profundos, todavía profundos, eternamente profundos. Ahí se encerraba pasado y futuro. El blanco y el negro. La vida y la muerte. Precisamente no había más que una una eternidad de grises escalonados. Mirándola se perdía tratando de entender la estética de una mirada, en la belleza de los bordes de los párpados caídos hacia afuera, de los bordes de su mirada resbaladiza, suave e inclinada delicadamente hacia las sienes. 

Cómo crear formas para enamorar y perderse eternamente, la misteriosa filosofía de la estética que con formas transmite tiempos y espacios. Ruidos y silencios. Rojos intensos y azules en el blanco y negro. Ahí reposaba todo. En una mirada que no dejaba de sentir aunque nunca la hubiera sostenido. Con fuerzas que desconocía pudo sacar la cartera y se fue directo al retrato, escupió sangre y con el hombro apenas pudo limpiarse la saliva roja que le resbalaba por la barbilla. Ahí estaba. Ella, que se estrella en su perdida vista y estalla. Cerró los ojos brevemente para imaginarla dando un breve parpadeo. Breve e infinito. En sus pensamientos el abrir y cerrar de sus ojos servían para decirle estarás bien. Y para ellos no había respuesta, solo había mucha luz que inundaba todo de un brillo permanente. Abrió los ojos y se hundió nuevamente en el retrato de alguien que no conocía pero que al mismo tiempo sentía como si fuera su alma gemela. Se resistía a mirar la sonrisa. Esa iba después. Era el plato fuerte. Agradeció a Dios el don de las sonrisas, en él se mantiene la vida. La perfección. La unidad de existencia. El oxígeno que necesitamos para vivir y por donde exhalamos el último aliento. No se percataba del temblor de su mano, que quizás mantenía lo último que habría de sostener jamás. El retrato que levantó del piso y que guardó para entregarlo algún día a su dueña. Era una chica linda y risueña, con el cabello desalineado echado hacia un lado tapándole parcialmente uno de sus costados. Tenía la habilidad de construir el futuro en su mente de forma muy veloz,  imaginaba en tan solo unos segundos aquello que habría de pasar el día en que la encontrara en la calle. 

Disculpe, yo tengo algo de usted, si, estoy casi seguro de que perdió esto. Sacaría el retrato y se lo entregaría. Ella habría de quedar impresionada, y después de hacer memoria recordaría que era una foto valiosa que perdió un día en la calle y que añoró un tiempo, pues habria sido la única copia. Le habría agradecido, después se habría interesado profundamente en él, habría muchas cosas que conversar. ¿Cuando la encontraste?, ¿por qué la guardaste? ¿Qué fue lo primero que pensaste de mí? ¿Te parezco linda? 

Y quizás habría sido el momento exacto para declarar el amor que surgió solo de mirar un retrato. Sabía que le haría reír mucho y que mientras tomaran un café en la calle más cercana, él reiría tanto que pensaría en todo lo que se había perdido por no conocerla antes. Agradecería y disfrutaría nuevamente de su rostro, esta vez en vivo. Se sentiría sorprendido sobre cómo un retrato podría llegar a ser perfectible. Todo eso pensaba cuando miraba el retrato en blanco y negro. Por eso memorizaba cada una de sus facciones, era el principio de una duradera relación. No tendría mucho tiempo para abordarla si un día la encontraba en la calle, por eso iba atento a todo, apenas dedicaba unos segundos a identificar cada persona, la descartaba y seguía caminando. Muchas personas se interesaron en él mientras lo veían caminar por las calles, pero él no prestaba atención, buscaba algo preciso y no vacilaba en nada más. Caminaba rápido. Tenía una meta en la vida y sabía que lo cumpliría pronto. En los días no tan buenos sacaba el retrato y le dedicaba la luna. Reía con el retrato. Le habla de amor y de lo que hablan los enamorados. Le platicaba cómo había estado su día y aquello que le causaba miedo. Otros días solo la miraba porque la extrañaba. Sus compañeros de la planta habían desarrollado un vicio por observar su móvil periódicamente. Él no tenía celular, pero debía mirar el retrato constantemente, tenía medio de olvidar un rasgo o aveces solo quería mirarlo más y más. 

Pero en este instante, ante quizás sus últimos momentos de vida, escupiendo sangre que se bombeaba por el esófago proveniente de su pulmón, miraba el retrato para despedirse y agradecerle. La cara más hermosa había ocupado más que un espacio de en su cartera, había ocupado el más importante espacio dentro de sus pensamientos. Ese retrato contenía lo mismo que la caja de Pandora: algunos males menores en medio del don infinito de la esperanza. La foto cayó de su manos y su cuerpo se desangró en una calle por la que no pasaba nadie.


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