Hablando solo .3

Los mejores diálogos los descubrí diciéndolos, por la noche en el Parque que está frente a Centro Médico. Caminando. Nadie se atreve a caminar por ahí después de las siete de la noche, pero para mi siempre ha sido seguro. Son los otros quienes tienen miedo cuando me ven caminando y hablando solo. Aveces gesticulo, doy manotazos, o pateo un árbol, hay veces que digo la misma frase muchas veces, tantas que termina taladrándome los sentidos, hasta que la frase se queda dentro muy dentro. Y entonces ya es mía, entonces ya lo dice un personaje, entonces ya no puede no decir otra cosa. Esas son las perores ideas, las que tú mismo te implantas y ya nadie te las puede sacar, pues nadie las conoce ni las conocerá nunca. Escribiendo se difunden por esa especie de telepatía de la que habla S. King, pero ocurre hasta dos o tres años después de haber escrito. Ya los conocerán, ya las leerán.

Se me había hecho costumbre bajar dos estaciones antes y caminar de noche, eran unos 35 minutos por calles de la Doctores y la Roma. Siempre era exacto en la hora de tomar el vagón de las 10:12 de la noche y bajarme justo en la estación Centro Médico. Un día ella me miró, me reconoció y me siguió. Mientras caminaba por el parque enlodado mientras aún caía una leve lluvia, me tomó del brazo. -¿Entonces caminas hablando sólo y mirando al piso? Me quité los audífonos, y aunque había escuchado todo, estúpidamente volví a preguntarlo. ¿Perdón? Una vieja forma de ganar tiempo antes de contestar, aunque ya sabía qué contestar, había pensado en esa posibilidad. Eso pasa con las personas que somos más calladas, estamos pensando en universos alternos y en situaciones que podrían ocurrir un día. Yo ya había considerado encontrarme a la mujer de los bostonianos y disculparme por no haberle dado la mano, en una de las posibilidades habíamos viajado juntos por el mundo, en otra, la habría ignorado porque tenía un poco de prisa. Aquí había algo nuevo, se interesaba en lo que decía mientras caminaba hablando solo. Caminamos hasta mi casa. No me dio miedo, aunque después me sentí irresponsable por mi ligereza. Me dejó en la esquina de mi casa y pidió un Uber. Ese día me fui a dormir sin pensar en ella. Tampoco escribí. Hay días que es mejor dejar enfriar las palabras antes de ordenarlas una tras otra.

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La reconocí por sus encías, era lo primero que le veía, incluso antes de sus ojos o dentadura perfecta. Ciertamente no supe por dónde empezar. Se sentó a un lado de mi, después se disculpó por darme la espalda (aunque en realidad estaba a un costado), finalmente corrigió y se puso al frente. Ambos perdimos tiempo mirando la carta y haciendo comentarios torpes sobre si era un buen día para tomar café o si convendría mejor una cerveza. Llegó el momento en que no veía el menú, sólo pensaba en su dentadura perfecta que me recordaba los dientes de un niño de 3 años, aún no se había desgastado abriendo envolturas de plástico ni destapando cervezas. Parecía que perdíamos el tiempo, hasta que levantó el rostro y sin titubear me dijo: hablemos de tu libro. No tenía nada qué decir, el libro era ella.




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