Sumergido hasta los talones


Dejé que las olas bañaran repetidas veces mis pies hasta que los enterraron a la altura de los talones. Cada vez que la ola regresaba al mar sentía que se llevaba algo de mí, y que además me empujaba cada vez con un poco más de fuerza. Con los pies más enterrados, también me sentía más seguro. A los quince años tenía una melancólica tradición, siempre que me salía del mar miraba el agua con ganas de recordarlo siempre y pedía volver pronto. Como si el mar fuera una forma de amuleto para ganar un poco más de tiempo, como si con el mar firmara un pacto de vida que ,francamente, yo no podría garantizar. Esta vez el agua se alejó más profundamente, el mar se encogió, incluso el agua pareció bajar en su conjunto, retumbó un sonido hueco como el de una aspiradora del tamaño del mar, y cuando el mar parecía estar desapareciendo salió con más fuerza, se elevó incomprensiblemente y tomando fuerza de su propio abdomen de mar, se levantó nuevamente hacía mi. En ese momento pensé que el mar era el tiempo, se abalanzaba con fuerza hacia mí, me golpeaba y movía, sin importar que ya estuviera sumergido hasta los talones. Quise tomarlo. Sin pensarlo me dejé caer de rodillas sobre el mar y tomé entre mis dos manos toda el agua que pude y noté cómo desaparecía en el mismo acto. No solo eso, además de irse, dejaba un hueco más grande que el mismo espacio que ocupaba. El agua que cabía en mis dos manos abiertas, dejaba un hueco más grande que mis dos brazos extendidos, mi estómago y espalda. Sin voltear nuevamente al mar, me llevé una lección que no comprendería hasta 20 años después. 




 

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