El commienzo de todo


En cuarto de primaria me pidieron que fuera a una biblioteca pública, en mi pueblo había dos, una de ellas estaba dentro de la Casa de la Cultura, mis padres me llevaron y me esperaron mientras hacía mi tarea. Consistía en pedir una enciclopedia para consultar unos conceptos, transcribirlos en mi cuaderno, y después hacer unas consultas en otros libros. La experiencia fue tenebrosa, la bibliotecaria exigía un silencio casi sepulcral. Era tan solemne que lo único que quería era salir de ahí. Después visitaría otras bibliotecas, en ninguno de los casos tuve una experiencia placentera, por el contrario sentía miedo de hacer ruido, de ensuciar un libro, de desacomodarlo, estropear algo. En la preparatoria la biblioteca estaba cerrada, un tipo de cara dura y poco humor, apodado Cesarín era quien entregaba los libros. Él no llegaba a las 7:00am cuando iniciaban las clases, llegaba a las 9:00am por temas del sindicato de maestros. Cesarín era quien te entregaba los libros, le explicabas qué información necesitabas y te sugería un libro. La biblioteca era tan pequeña, que solo ocupaba la parte baja del descanso de unas escaleras. Dos o tres veces le pedí un libro de Química que después preferí comprar, pues nunca lo tenía disponible y la maestra pedía muchas tareas de ahí. Para mí una biblioteca era una molestia, mucho muy lejos de ser un lugar para estar, porque en la prepa no se podía estar. En la Casa de Cultura te sentías intimidado ante unos libros viejos que no daban ganas de leer. En la Universidad tuve mejores experiencias, pero tampoco fui un auténtico fan. Por eso me sorprendió cuando en mi primer día en las prácticas profesionales me asignaron como Responsable del sistema de Bibliotecas públicas de la Colonia Roma. Me gustó lo de responsable, pero honestamente, no era un adjetivo que me describiera. De hecho me considero poco responsable. En fin, pedí la dirección de la biblioteca y me dieron un manojo de llaves, y una lista con cuatro direcciones. Mis responsabilidades consistían en supervisar que el personal de limpieza mantuviera aseado el inmueble, ordenarlo y permitir el acceso a los visitantes. Debía laborar cuatro días de la semana, el primero de ellos estaría dedicado a la biblioteca pública dentro del Jardín Pushkin que ocupaba una cuadra completa sobre la Avenida Cuauhtémoc que conecta el centro con las calles del sur de la ciudad, en el jardín había las típicas letras de la CDMX, espacios para patinar, aparatos de ejercicio, arenenero para mascotas, y pues sí, una biblioteca pública. 


La primera sorpresa me la llevé cuando encontré una persona durmiendo recargada sobre la puerta que no me permitía pasar, ocupaba completamente la entrada, de la manija colgaba un trapo en forma de diagonal para que le cubriese en forma de casa de campaña. Después de negociar, logré hacer que se moviera unos metros, y evidentemente se volvió a dormir. Entonces aprecié la biblioteca, era una construcción de unos 20 metros cuadrados en forma de semicírculo con un gran ventanal en semicírculo y una puerta del lado izquierdo, se alcanzaba a ver un mostrador antiguo, como el que tenía mi abuelo en su tienda de abarrotes, el fondo estaba cubierto con un librero gigante que prácticamente estaba empotrado en la pared con un marco al centro, en donde había una segunda puerta hacia una especie de bodega que por el momento permanecía cerrada. Había apenas dos pequeñas mesas para visitantes. Entré. Olía a orines. Y a excremento. Pero también a libros. Libros viejos y olorosos. No habían limpiado en años, literalmente años. Descubrí por primera vez el poderoso aroma de los libros que era capaz de sobreponerse al tiempo y a la suciedad.  La cantidad de libros era definitivamente menor a la registrada en el catálogo, ya habría tiempo de jugar al detective, ahora había que ordenar el tiradero y reactivar el servicio. De mi cuaderno tomé una hoja y puse un letrero sobre uno de los cristales que decía:

Abierto lunes de 10:00 a 14:00hrs

Sí, sólo los lunes. El resto de los días estaba reservado para las otras bibliotecas. Suavemente, bésame, que quiero sentir tus labios, besándome suave.... escuché al otro lado del parque, unas señoras empezaban con una clase de aeróbics dentro del parque, a unos 50 metros de la biblioteca. Esto está muy lejano de las bibliotecas municipales que conocí de niño. Por la ventana en primerísimo primer plano, veía al señor que hace unos minutos había decidido quitarse de la puerta, levantarse -por fín- y cambiarse de ropa, sí, en plena calle se desnudó para ponerse otra muda de ropa, que según yo, era exactamente igual a la que se acababa de quitar. 

Limpié una silla primero y me senté en ella, repasé el catálogo. Todos los libros eran de texto, al menos los de la primera página y que estaban en librero empotrado sobre la pared, al menos era un madera de buena calidad, supuse que limpiándola bien podría lucir mucho mejor. A los costados estaban las dos mesas, sobre ellas había basura y algunos papeles, entre ellos encontré una papeleta de un libro prestado. Estas bibliotecas no prestan libros desde años, pero ahí había una papeleta del último libro que se prestó y que nunca se devolvió. No entiendo qué hacía ahí. Tampoco entiendo porqué no hay alguien contratado de tiempo completo en este lugar, mucho menos, porqué mandarían a un estudiante de periodismo a hacer sus prácticas en este sucio lugar. Pero no estoy aquí para entender, sino para resolver. Eso decía siempre un maestro gordito de la carrera, del que nunca aprendí su nombre. Me dispuse a resolver, tenía que dejar esa biblioteca funcionando, aseada, y lista para cuando llegara alguien. Me aterró ese momento que no había considerado antes. ¿Qué haré cuando alguien aparezca?, Alguien que no sea una de las señoras en pants haciendo ejercicio, o alguno de los pordioseros que duermen, orinan y cagan aquí afuera. 

Guardé la papeleta dentro del mostrador donde había polvo, más polvo y más papeles viejos con polvo. Miré debajo de la puerta muchos papeles en el piso, algo así como recados que pasaron por debajo de la puerta con la intención de ser vistos. Milagrosamente no había ratas que los hubieran roido, uno de los papeles era una hoja de cuaderno que decía:


Rubén: Seguiré viniendo. Todos los días a las 12:00, hasta encontrarnos como acordamos. No escaparás ahora.


Adivinaron, soy Rubén, pero definitivamente no se refiere a mí. Me acaban de asignar esta tarea y el papel parece tener ahí varias semanas. Por alguna razón miré mi reloj para cerciorarme de la hora. Eran justamente las 12:00h. Miré tímidamente a las afueras, muchos caminaban, hacían ejercicio, o paseaban a sus perros, pero todavía nadie se percataba que había alguien aquí adentro. Ahí estaba yo dentro de un aparador gigante con polvosas antigüedades a cargo de una biblioteca, sin tener la menor idea de por dónde comenzar, cuando entonces alguien llamó a la puerta. 



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