Quinientas veces

Las bibliotecas son espacios con cierta magia, perdón por usar tantas veces la palabra magia, así llamo a todas esas cosas que no puedo explicar pero que impactan en mi vida de forma abrupta. Quizás sea el olor de los libros, la acumulación de caracteres o los olores impregnados por el papel que mantienen viva la esencia de quienes los toman. Pero ni los libros fueron tan especiales, como la presencia de Carolina cuando entró por esa puerta, entre tímida y decidida. Mirando al piso y al mismo tiempo a los libros del estante más alto. Exigiendo, pero al mismo tiempo respetando la presencia del bibliotecario.
-El Mío Cid. 
Dijo sin demasiado preámbulo. Y miró todo, pero especialmente a mí, y volvió a mirar todo. Dándome al mismo tiempo la impresión de que tenía completamente su atención, pero que la podría perder en cualquier momento. Porque esa mirada estaba conmigo, pero al mismo tiempo estaba en mi presente, mi pasado, mi futuro, y sobre todo en el futuro. Me colgué de su mirada, profundamente me impregné hasta el fondo de su mirada. Y ahí me quedé.
-El Mío Cid. 
Me miró con más profundidad y ahora sí, dedicándome la totalidad de su atención, se apagaron las luces del cielo y se encendió un spotlight justo alrededor de nosotros, se cerraron las ventanas que daban hacia el metrobús y se detuvieron las personas que se paseaban por el parque, para que no hubiera posibilidad de que la vida existiera más allá de nosotros dos. 
-El Mío Cid.
No sé cuánto tiempo había pasado, recorrí muchas veces toda mi vida junto a ella, avanzamos varias vidas, y las regresamos, fuimos y regresamos y nos volvimos a ir, y sin embargo seguíamos sin movernos un solo centímetro. Sin parpadear. 
-El Mío Cid -porfín respondí-. Claro que el Mío Cid, porque no puede ser otro, tiene que se el cantar de cantares, tiene que ser el campeador, tiene que ser hoy, tienes que ser tú, y tiene que ser en esta sucia biblioteca que solo cuenta con ejemplares del Mío Cid, y tiene que ser con esas manos, que solo pueden sostener un ejemplar del Mío Cid, y sólo lo pueden entregar a esas manos, tus manos, y solo puedo ser aquí y ahora.
Parecía que ya esperaba mi respuesta, extendió las manos esperando el libro, pero yo pensé que quería abrazarme y quizás llevarme consigo para toda su vida, pero solo quería ese libro que, entonces descubrí, era el único que aparecía en toda biblioteca. Mi alma se entregó y la abrazó. Mi cuerpo dio la media vuelta, subió la miniescalera y cuidadosamente tomó un libro del estante más alto, y de entre cientos de libros iguales, tomó solo uno. Solo uno. Celosamente, mi mano anotó en la papeleta un código y lo cedió como si fuera algo más que una papeleta.
-Primero llenas la papeleta.
Al extenderla, apenas la tocó sin quitármela, por un momento estuvimos conectados por un trozo de papel. Conectados. Interconectados. Intermediados por la magna y excelentísima pieza de papel que registra en apenas unos símbolos la belleza, la historia, o las razones por las que vivimos. Bajó la mirada, como señalándome algo. Bajé la vista. La papeleta ya estaba llena y aún no le daba un bolígrafo. No corroboré el código del libro, había unas letras que destacaban y que eran las únicas que podía ver: Carolina. Era Carolina y quinientas veces más, Carolina. 
No pude, ni quise, pensar en otra cosa. Más que en el entramado de una historia que habría de dar tantas vueltas al universo, como páginas acumuladas habría esa mañana en la biblioteca pública de Jardín Pushkin.

Quinientas veces más mencioné su nombre en mi cabeza mientras entregaba el libro, con el que además entregaba mis letras, mis párrafos, mis índices, prefacios, fes de erratas, mis manos, mis voces y mis silencios. Todas las teclas de mi máquina de escribir, todas las páginas escritas y las que aún iban en blanco. Los paisajes que me inspiraban y las tardes en que solo miraba la pared. En ese libro no miraba ya a uno, sino a dos. A esas cosas las llamo magia.

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