No todos los días

No todos los días me voy a la cama con la sensación de que es el final. Debo aclarar que no me duele nada, no haré algo en contra mía, es más, ni si quiera me siento cansado. Pero cuando acabé mi día, cuando apagué la computadora, cuando apagué la luz, cuando cerré la puerta del baño, en todo ese lapso, sentí que era el final. Miré bien las cosas antes de apagar la luz, miré la nochebuena como despidiéndome de ella. Levanté las tazas que tenía regadas por todo el departamento y las puse en el fregadero, a algunas les quedaban restos de café, les eché agua para que no se le pegara. Cerré la puerta del estudio, después la volví a abrir para mirar sereno y tratar de recordar cómo es que me gustaba que estuviera mi escritorio, dónde mis libros, dónde mi chamarra. silenciosamente, me despedí de todo. 

Curiosamente se apagó mi celular, se le terminó la pila y sentí nuevamente calma, una preocupación menos, un ciclo más cerrado, alguien menos de quién despedirme.

Puse mis lentes en mi buró, ahí había otros dos pares. Todos en el mismo mueble, con manchas de dedos grasientos, todos en posición de descanso, de descanso eterno. Ya no los necesitaré porque donde habré de escribir ya no se necesita papel, ni computadores, ni escritorios. Tuve el privilegio de ponerme yo mismo la pijama.

Así llega el final. No todos los días uno se va a la cama con la sospecha de que se acabó. Agradecí tener conciencia de mi última noche. No quise despedirme de todos, agradecer y hacer la gran bulla. La última vez que platiqué con cada uno fue suficiente para hacerle saber qué éramos. Qué nos ocupaba. Qué era importante. Sin palabrerías.

Sin pendientes, me despido. Si mañana despierto, habrá sido una falsa alarma. Pero un día no lo será.


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