1.- El ombligo de la luna

En la noche cabemos todos, tras las calles parcialmente iluminadas se alcanzan a perder entre las sobras todos quienes caminamos por aquí. Eso me dio valor, saber que nadie podría verme, fingir que yo era uno de los peligrosos mientras caminaba por la calle. Fingir. Que los demás sintieran que eres el peligro que asecha entre los apartados más sombríos, pero no. La gente pasaba junto de mi sin la menor precaución. Eso comprobaba mi teoría, en la ciudad nadie te ve, todos van algún lado, no tienen tiempo de verte. En una de esas ondas sombras de la noche había un espacio y lo hice mío. Decía mi abuela que yo era bueno para eso, para ocupar espacios, cuando había un huequito en su cama, ahí me iba yo a meter, justo entre ella y su brazo estirado; cuando había un hueco en una de las sillas, ahí me iba yo a meter y me sentaba a la mesa y comía de su mole, y también en la secundaria, cuando encontraba huecos en una conversación, ahí iba y me metía y me escuchaban, y me preguntaban, y terminaba siendo una parte más de los demás sin que se dieran cuenta cómo llegué. Pero eso era en el pueblo, en la ciudad los espacios están entre las sombras, los hoyos de las calles con lodo verdoso, en el aceite que derraman los camiones sobre las calles haciendo resbaladizo el camino. En esos huecos solía perderme un buen rato. Y así son todos los que llegan aquí, pelean por un poco de espacio y poco a poco empezar a aparecer como si pertenecieran. Eran las 11:00 de la noche, un lunes, ya eran pocas las personas que por ahí seguían, es entonces cuando la calle la sientes más tuya y te expandes más por las sombras, eran mías, de ellas me alimentaba, entre ellas existía. Un perro empezó a caminar detrás de mi, no era como en el pueblo, aquí todos los perros tienen dueño, acá siempre hay alguien que les pone un letrero de se busca, allá nacen generaciones de perros desconocidos que jamás nadie reclamará, así existen, así son, y así se balancean entre la miseria y con un poco de suerte logran sobrevivir, cruzarse y expandir su especie. Toman de los charcos, comen de las limosnas, respiran del poco aire que les llega hasta allá abajo. Me agacho y el perro se talla sobre mi rodilla, quiere que le rasquen, le sacudo el lomo, y echa la cabeza para atrás, como diciendo así es como soy feliz, y así es como le rasco más. No va durar mucho, dicen que en la ciudad los perros los hacen tacos de pastor, por eso ya no hay tantos. Sigo mi camino, aunque a regañadientes, no tengo ninguna prisa, por el contrario siento que hago tiempo, no quiero llegar a mi departamento, no tengo aqué llegar a hacer, así que sigo caminando por la calle de Bolivar, disfruto de las dos calles que me quedan antes de llegar al edificio Comitán, donde rento un espacio en piso número 5, hasta arriba, es una vecindad vieja, de techos altos, con un pasillo largo que te lleva al altar de una virgencita en donde me persigno desde que vivo aquí, es decir, desde los 5 días que llevo viviendo en el Distrito Federal, o Ciudad de México, no sé qué chingados, pero aquí estoy, unos zapatos se oyen venir tras de mi, deben venir a buscar al perro, pero no, pero sí. Es decir, alguien quiera acariciar al perro, pero no es necesariamente su dueño. 

-No hace nada, eh. 

Sin contestar, María se agacha y acaricia al perro, le rasca el pecho, le besa los ojos. Sí. Aunque es un perro, y ella no lo conoce, así le besa los ojos. 

-Ah, ¿es tuyo? 

-Eres hermoso, perrito, eres hermoso. 

Evidentemente no me habla a mí, aun no sé que se llama María, pero no quiero empezar más mi trayecto en la ciudad de México, y sin pretensiones de ser amable, solo muevo mis labios marcando 

-buenas noches-, sin generar ningún ruido. Pero en la noche, quien quiere ver algo, lo ve, así que ella notó que le estaba hablando y entonces me contestó. 

-No creas que quiero platicar contigo. 

Sonreí. Sabía que sería una larga noche. 

-¿Entonces… cómo te llamas? 

-Entendí que no querías platicar conmigo. 

-Preguntarte cómo te llamas no es querer platicar, es sólo saber quién eres. 

-Soy Juan. 

-María -y me dio su mano-. 

No entiendo porqué me pongo rojo con estas cosas. Aunque estaba oscuro, aunque era de noche, aunque ella no me veía directamente a la cara, la calle se iluminó de rojo como cuando la luz de la sirena de una ambulancia se enciende por todos lados. Incluso ella parpadeó de la deslumbrada que le dio mi rostro rojo rojo. Sólo se rió, no le dio importancia. Eso me gustó. 

-¿No me vas a dar la mano? 

Me intimidó tanto su cercanía y lo caliente que se me ponía la cara, que me olvidé de responderle. Sería muy tarde si contestaba ahora, no podía quedar como un pusilánime, así que con la cara todavía caliente, le besé intempestivamente la mejilla. 

-Hola. 

Ahora la roja era ella, seguimos caminando, sin decir mucho. No supe porqué hice eso, ni ella, pero seguimos el rumbo como si hubiera un cierto compromiso, por mi parte, temía que si ahí nos separábamos, quizás, no volveríamos a vernos. En eso pensé, y no quería terminar con ese momento, ella tampoco, o quizás estaba ausente de pensamientos, y no pensaba tanto como yo. El perro seguía caminando junto a nosotros. Así fue como el perro se detuvo junto a un puesto de periódicos y lo orinó. Ambos hicimos una pausa, como si el cachorro fuera nuestro hijo y lo esperáramos cariñosamente. 

-¿Vives por aquí? 

-En el edificio de los balcones rojos, el que acabamos de pasar. 

-¿Y por qué no te quedaste ahí? 

-Quería seguir caminando. 

Se encogió de hombros. El perro nos miró, en señal de que estaba listo, y los tres seguimos caminando, sin poner demasiada atención en una coladera destapada que todos terminando brincando, ni en el puesto de tacos de pastor donde tenían una televisión prendida con una película vieja, una mexicana desconocida en donde una abuela le decía a su nieto si no me ves ahora, tampoco te verán tus nietos, y morirás así, en la soldad, en medio de la tristeza, como yo, como mi abuela, y como la abuela de mi abuela, pero tienes la oportunidad de ser diferente, de portarte bien y quizás no ser tan infeliz. Cuando me di cuenta, María me veía con la misma actitud de cómo esperábamos al perro un rato antes, el perro también me esperaba con una actitud solidaria. 

-Sí, es que me encanta el melodrama, perdón. 

Seguí caminando sin excusarme, sin decir nada. 

-Aquí vivo yo. 

Y señaló una tienda de pollos rostizados, a un lado había un pasillo pequeño que conducía a lo que creo, que era una vecindad. No entiendo cómo es que aquí, de cada rincón se despliega un pasillo con departamentos y más departamentos. El perro desapareció. Le hice una seña con la mano, y ella me arremedó. Con la misma mano. Con la misma cara de duda. Con la misma cara de supuesto desinterés. Desapareció. Caminé una calle más, y me regresé, estaba a unas 5 calles de mi casa. En mi pueblo esto nunca hubiera sucedido, allá las cosas ocurren más rápido y sin tanto misterio. Es más, pasan o no pasan, pero no se quedan como aquí, en un eterno qué pasará. Esta pinche ciudad es mágica, yo creo que ya no me voy a ir nunca, pero quién sabe.




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